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Universidad de Chile

Columna de Felipe Portales

Un Estado sin Transparencia

Un Estado sin Transparencia

El derecho a la información pública ha sido permanentemente vulnerado en nuestro país en estos años, tanto en la legislación como en la práctica de los poderes públicos. Hasta el año 2005, este derecho ni siquiera era reconocido explícitamente en la Constitución Política. A su vez, las normas legales, si bien comenzaron a reconocerlo en 1999 con la Ley de Probidad (N° 19.653), han establecido tales salvedades para su ejercicio -incluyendo la posibilidad de restringirlo severamente a través de las potestades reglamentarias del Poder Ejecutivo- que su vigencia ha quedado en letra muerta.

El propio Artículo 8° (nuevo) de la Constitución que estipula este derecho, desde 2005, abre la posibilidad de que legislativamente pueda vulnerárselo, al señalar que “una ley de quórum calificado podrá establecer la reserva o secreto de aquellos (los actos y resoluciones de los órganos del Estado) o de éstos (los fundamentos y los procedimientos que utilicen) cuando afectare el debido cumplimiento de las funciones de dichos órganos”. Este factor abre grandes posibilidades para que discrecionalmente se proceda a negar la entrega de información pública, más aún cuando la práctica del secretismo está muy arraigada dentro de la administración pública nacional. Y, por cierto, dicho factor excede los parámetros establecidos por el sistema interamericano de protección de derechos humanos para esos efectos.

Además, como lo señala con mucha precisión la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia sobre el Caso Claude Reyes del 19 de septiembre de 2006, cada vez que en esta década han habido aparentes avances legales en la materia, ellos son neutralizados vía decretos restrictivos de la entrega de información pública.

Pero la vulneración de este derecho no solo se expresa en la actitud permanente del Poder Ejecutivo de evitar lo más posible el acceso de individuos y grupos a informaciones específicas. Ha habido también una política de los diversos gobiernos de la Concertación de que las decisiones más importantes en temas políticos, económicos, sociales y culturales se adoptan completamente al margen de los ciudadanos; y ni siquiera se los informa debidamente con posterioridad.

En rigor, esta práctica comenzó en 1989, cuando el liderazgo de la Concertación decidió –dentro del paquete de 54 reformas constitucionales concordadas con la derecha ese año- regalarle a la futura oposición de derecha la mayoría parlamentaria simple que cualquier gobierno habría tenido segura en virtud de los artículos 65 y 68 originales de la Constitución del 80. Estos artículos estipulaban que dicha mayoría se obtendría teniendo simplemente mayoría absoluta en una cámara y un tercio en la otra. Ellos se diseñaron pensando, evidentemente, en que Pinochet ganaría el plebiscito del 88, y que con el sistema electoral binominal y los senadores designados, aseguraría una mayoría absoluta en el Senado, independientemente de la votación real de los partidos de derecha. Pero con su derrota en el plebiscito dicho prospecto iba a favorecer al inminente presidente Aylwin, que, pese al sistema binominal y los senadores designados, iba a tener un tercio en el Senado, además de la mayoría en la Cámara de Diputados. Aquellos artículos (65 y 68) se modificaron estableciendo un quórum de mayoría absoluta en ambas cámaras. De esto ni siquiera se informó a la ciudadanía ni a las bases de la Concertación, ni en ese entonces ni hasta el día de hoy.

La explicación de aquello se puede deducir de un libro de Edgardo Boeninger escrito en 1997 (“Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad”) en que plantea que el liderazgo de la Concertación experimentó, a fines de los 80, un proceso de “convergencia” con el pensamiento económico liberal de la derecha, convergencia “que el conglomerado opositor (la Concertación) no estaba en condiciones políticas de reconocer”. De aquí que la carencia de una mayoría parlamentaria era fundamental para sostener con credibilidad que no se podía (y no, que no se quería) efectuar los profundos cambio del modelo económico que se habían prometido en el programa presidencial de Aylwin.

Durante todos estos años las principales políticas gubernamentales se han diseñado sin la participación ni la información de la sociedad chilena. Han sido los casos de las políticas nacionales del cobre (o de la ausencia de ellas sería más propio); de los numerosos tratados de libre comercio; de la continuación de los procesos de privatizaciones generados por la dictadura; de los diversos proyectos de leyes destinados a avalar legislativamente el decreto-ley de amnistía y que afortunadamente fueron rechazados; de las políticas activas en desmedro de los medios de comunicación escritos desarrollados por sectores concertacionistas y que terminaron con todos ellos en la década de los 90.

Quizá la culminación de estas políticas las podemos ver en todo el proceso del Transantiago en que, pese a su desastroso diseño y aplicación, todavía la sociedad chilena no puede conocer los contratos que lo generaron ni puede ser testigo de ningún debate televisivo donde se confronten las diversas opiniones existentes en la materia. Y, por otro lado, en la forma cómo el Gobierno ha incumplido materialmente con dos sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Caso Claude Reyes y Caso Almonacid Arellano, en los que el Estado de Chile fue condenado por violar el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la justicia) que obligaban a su publicación en un diario “de amplia circulación nacional”. El gobierno procedió a publicarlas en “La Nación” (cuyo tiraje representa el 1,56% de los matutinos de circulación nacional) y en su sección de Avisos Económicos, sin hacer ninguna referencia en portada...

Texto: Felipe Portales
Fecha de publicación:
Viernes 1 de junio, 2007